jueves, 10 de diciembre de 2009
Relato 5 - CARRINGTON
Fuera llovía a cántaros, los niños jugaban en el barro. Estaban muy exaltados porque su madre les había dado permiso para ensuciarse todo lo que quisieran, algo totalmente extraordinario.
Leonora los observaba desde la ventana de la buhardilla, sentada en la mecedora, con una sonrisa en los labios, y taqueteo de crispación que la obligaba a palmearse el muslo con la mano, inconscientemente. Llevaban ahí afuera más de una hora, encantados de la vida, destilaban inocencia. De vez en cuando Gabriel, el mayor, saludaba a su madre desde el jardín, como buscando su aprobación. Sospechaba algo, pero no sabía que exactamente. Los niños son muy perspicaces, pero a menudo les falta la experiencia de la vida para interpretar los signos.
Leonora suspiro profundamente, echó la cabeza hacia atrás y cerró los ojos, mientras se mecía. Habían pasado tantas cosas en los últimos días, la vorágine de destrucción que la rodeaba había conseguido destrozarle la mente. Empezó por perder la visión periférica, observaba las cosas focalizandolo todo en un mismo punto. El mal en estado puro, el mal en su esencia más diáfana. El mal.
Cuando Adas murió, tres semanas antes, le pareció casi un alivio, siempre había sido un egoísta y un cobarde. Un artiste, murió en una pelea en una taberna del pueblo. Leonora se trasladó entonces a la mansión de sus padres. Volvió a palmearse el muslo, era inevitable.
Las nubes se distrajeron un poco y unos pocos rayos de luz se filtraron hasta la ventana de la buhardilla, Leonora abrió los ojos molesta – no, ahora no quiero luz – y como si de una orden divina se tratara, las nubes volvieron a cerrarse. Lentamente, acarició las cuentas del heredado collar de perlas, una pequeña reliquia familiar. Había subido al desván instintivamente, le encantaba, era un lugar mágico, nostálgico y triste. Se había desnudado y había rebuscado entre los armarios y los baúles allí olvidados, repletos de ropa de su abuela, se había vestido con un conjunto color crema, un pañuelo de satén y un sombrero color sepia a conjunto. Ropa de los años veinte, anticuada y cara.
Quien cuidará de los niños ahora, pensó fugazmente. Bah! Eso que importa, que los cuide el mal, el demonio, o quien sea. Se obligo a dejar de palmearse, cogió una de las tres naranjas que había subido con ella y la empezó a pelar, con una mano, como le gustaba hacerlo. Desde pequeña había aprendido a hacer cosas con una sola mano, pelar naranjas, liar cigarrillos, vestirse. Dejó caer las pieles al suelo, el olor de la naranja la apaciguó por unos instantes, sin que le cayera al suelo ningún gajo, se la fue comiendo.
D E S P A C I O
Al terminar se levantó, paseó distraída por el desván, observando los objetos meticulosamente. Leonora nunca había sido una persona irascible, siempre había sublimado las emociones, siempre había medido las palabras. Pero ahora estaba furiosa, enervada por la muerte de Adas. No podía soportar la idea de no volver a verle jamás. Siempre había actuado correctamente, en numerosas ocasiones había realizado ejercicios de introspección, de destrucción del ego, de autoanálisis. Ser mejor persona, ser madura, ser alguien loable, ser buena. Y para que?
Su único deseo era que Adas volviera, hacer el amor con el una ultima vez!, poner la televisión, apretarse contra el en el sofá, y dejar que el resto viniera por si solo.
Nada de esto iba a ocurrir ya, se suponía que debía actuar como siempre, por encima de las circunstancias, como se esperaba de ella, sin miedo – eres una mujer fuerte Leonora – le decían todos – lo superaras. Basura, por un momento había llegado casi a creérsela. Pero no, después de tanto tiempo caminando encima de una delgada linea colgada del más negro vacío, mirando siempre hacía la luz, de espaldas al mal, por fin, se había dado la vuelta. Maldad obscena, crueldad y daño, solo le apetecía desatar su furia, gritar con todas sus fuerzas, mancillar todo aquello que se cruzara en su camino.
El desván era como un cofre gigante lleno de sueños marchitos, vestidos, fotografías viejas y anónimas, los muebles de mamá, el estropeado maquillaje de una tía olvidada, la pistola de papá.
Escupió en el suelo y poco a poco, a pequeños pellizcos, fue arrancándose el pelo a diminutos mechones.
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No dejes nunca de escribir. Angels me dijo que escribías muy bien y no se equivocaba.
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