sábado, 5 de diciembre de 2009

Relato 3 - CADÁVER


Se casó a los treinta y dos años. Ahora estaba sentada al lado del cadáver, leyendo un libro pequeño de André Gorz, una carta a su mujer, ambos se suicidaron. Cerró el libro lentamente, era muy corto, pero muy intenso, inspiró profundamente y se lamentó con un suspiro. Observó al cadáver, la piel se le había distendido y ahora parecía una momia reseca y antigua, el clima frío y seco de la montaña debía haber ayudado. Le acarició el pómulo con el dedo indice doblado, y le peino los escasos y largos mechones de pelo que todavía conservaba, observó una vez más la herida de bala en el pecho, ahora un simple agujero. Introdujo el dedo en él, como el que encuentra un agujero en un calcetín viejo. Al extraerlo un par de hormigas corretearon por su mano, todavía había vida.

Tenía dos hijos, uno de tres años y otro que había nacido hacía menos de tres meses, no temía porque un día descubrieran el cadáver, estaba bien escondido. Recogió una hoja del roble bajo el que se sentaban los dos y la puso en el libro de André Gorz, mientras volvía a la casa grande, paseando y observando la ladera, sin prisa, reflexionó sobre su vida, sobre el cadáver.

Apenas debía tener siete años cuando fueron a casa de sus abuelos, sus padres no estaban en su mejor momento y decidieron que unos días en el campo les irían bien para reflexionar. Llegaron un martes por la mañana, el viaje había sido largo y la conversación puramente circunstancial y climatológica, quizás la cosa estaba peor de lo que se pensaba. Cuando llegaron la abuela los recibió con calculada alegría, su madre la había llamado para contarle lo que pasaba, se iban a divorciar y no sabían muy bien como planteárselo a la niña, en el campo, las conversaciones eran más claras, más diáfanas, todo se entendía mejor. No era necesario, aunque solo tenía siete años había comprendido perfectamente lo que pasaba al escuchar la conversación entre su madre y su abuela, desde el último escalón de la escalera, sin que nadie se percatara de que estaba allí, llorando. El abuelo, sin embargo, no era tan contenido ni tan diplomático, los saludó a ambos con aire grave y los invitó a pasar, no habían ni cruzado el quicio de la puerta cuando soltó, con aire despreocupado.

- Pasa hombre pasa, he preparado patatas con panceta y col, quien sabe cuando volverás a venir por aquí.
- Papa! La niña! - dijo la madre alterada pero con contención.
- Está bien, me largo... - dijo el padre – sabía que esto no era buena idea
- oh! vamos... ahora la culpa será mía! Solo intentaba ser amable! Llevo todo el día cocinando, además tarde o temprano tendrá que enterarse no? - dijo el abuelo, sin mirar a nadie.

La conversación se convirtió en una discusión acalorada entre los tres, la abuela los miraba con aire grave, cuando la cosa se caldeó todavía más, la abuela se acerco a la niña y le dijo.

- Porque no vas a jugar al campo? No te alejes demasiado de acuerdo?
- El bosque me da miedo – dijo la niña.
- Pues quédate en el borde, no te vayas dentro.
- Vale.

Se alejó dubitativa, mirando atrás de reojo de vez en cuando, pero nadie se fijó en que se iba. Paseó un buen rato por el campo y la ladera, hasta que le pareció ver algo que se movía entre los matorrales, al principio se asustó un poco, pero a juzgar por los movimientos, debía ser algo pequeño. Entonces una ardilla levantó la cabeza por encima de la linea de la hierba, a la niña le dio un vuelco el corazón “una ardilla!”, poco a poco se acercó a ella con palabras suaves “vamos ardillita, no te haré daño...” pero cada vez que se acercaba demasiado la ardilla se alejaba unos metros. Sin percibirlo, fue adentrándose en el bosque, el cielo se cubrió de ramas de roble antiguo, el suelo pasó de ser una alfombra de hierba corta a un grueso manto de hojas descompuestas, los pies se le hundían ligeramente, un observador ajeno podría haber pensado que la ardilla la estaba dirigiendo hacía algún lugar.

De pronto la ardilla desapareció debajo de un enorme tocón, detrás de un pequeño arbusto, la niña, temiendo perderla, se lanzó hacía el lugar por donde había desaparecido, y se llevó una gran sorpresa cuando descubrió que detrás del arbusto había un enorme hueco creado por las antiguas raíces del roble caído, rodó por el borde del hueco, totalmente cubierto por las ramas del arbusto. Cuando se tranquilizó, se ordenó un poco el pelo y el vestido y respiró profundamente, cuando su vista empezó a acostumbrarse a la tenue oscuridad que impregnaba el lugar se dio cuenta. No estaba sola.

Un hombre permanecía sentado con la espalda apoyada contra el tocón, no se movía, ni dijo nada, por lo que la niña dedujo que debía estar muerto. En ese momento, unos débiles rayos de luz atravesaron la espesura e iluminaron al cadáver, era un hombre joven, de menos de treinta años, tenia una mano en el pecho, un poco más arriba de la mano se observaba una herida de bala, sus ojos la miraban fijamente, vidriosos, muertos, sin embargo una leve sonrisa se dibujaba en sus labios y esto tranquilizó un poco a la niña, no parecía mala persona, solo alguien con mala suerte quizás. La sangre estaba seca, y el cuerpo desprendía un olor desagradable, pero soportable. La ardilla los miraba a ambos desde el punto más alto del tocón, parecía divertida. El bosque producía miles de sonidos, inaudibles por separado, pero perfectamente orquestados todos a la vez.

- así que era esto eh? Y ahora que hago? - le pregunto la niña a la ardilla, contrariada.

Lejos de asustarse, la niña sentía una profunda curiosidad, no se atrevía a acercarse ni a tocarlo, se levantó lentamente, cogió una flor del suelo y mientras los últimos y brillantes rayos de luz los iluminaban fugazmente, se la colocó al cadáver en el pelo, y le dijo:

- creo que no se puede hacer nada por ti ya... bueno, serás mi secreto – sonrío y salió del oscuro agujero con grandes dificultades. De camino a casa se izo una promesa, pasara lo que pasara jamás se lo contaría a nadie, sería su secreto.

Sus padres se separaron, y el abuelo murió. Volvían a casa de la abuela al menos dos veces al año, de visita, pero la ciudad quedaba muy lejos. La madre se concentró en la niña, se volvió algo obsesiva y tosca, pero en general era buena madre. La niña creció como una adolescente normal, algo rebelde y muy atractiva, pero con ese punto asexual de la gente especial y tocada. Siempre que iban a casa de la abuela se escapaba para ir a ver al cadáver, habían pasado diez años, el miedo, el asco, los gusanos, los insectos. A la niña le gustaba observarlo, le proporcionaba tranquilidad, le hacía sentirse especial, le encantaba imaginarse diferentes historias de como habría llegado allí, sería un gangster que escapó de una trampa? No, porque no llevaba las manos atadas, quizás un espía que había encontrado su fin después de una peligrosa persecución por el bosque, o quizás... un peligros violador asesino, ajusticiado sin rencor por un padre vengativo, aunque a decir verdad, lo más probable era que solo fuera un chico sin suerte, a quien se le disparó el arma de su padre sin querer, y que huyó de casa asustado, temiendo la reprimenda.

Entonces se atrevió, la ternura que sentía en ese preciso instante era una proyección de la que sentía por si misma, ella podría haber sido ese chico, y ese chico podría haber sido ella, le besó, le aparto los pelos y lo volvió a besar. En un destello de lucidez tomó consciencia de lo que realmente estaba haciendo, algo oscuro, terrible, especial, y se excitó. Ruborizada salió del agujero y se dirigió a casa.

Recordó esos tiempos con nostalgia, se apretó el libro de André Gorz contra el pecho, secretos dentro de secretos, vidas dentro de otras vidas, rayos de sol filtrados entre las hojas verde esmeralda de los robles, insectos con vida y sin vida. Aquel fue un gran momento para ella, de alguna forma, extraña y tenebrosa, sabía que sentía algo por aquel cadáver, no podía decir que estuviera enamorada, pero sabía que tenía que verlo de vez en cuando, asegurarse de que todavía nadie lo había encontrado, pasar un rato con él.

La última vez que visitó al cadáver, tenia casi ochenta años. Seguía ahí, con sus huesos desnudos y porosos, su cabeza ladeada y su porte cansado, medio hundido en el suelo. Ella se había ocupado de limpiar las hojas que le caían encima. Hacía ya muchos años que ella misma se había divorciado, y que se había trasladado a casa de su abuela, ahora ella era la abuela. Se sentó al lado del cadáver, lo observó y le habló, como infinidad de veces había hecho antes. Confidente impasible y comprensivo.

- Me muero, tengo cáncer, mañana me llevarán al hospital. Puede que ya no volvamos a vernos – una enorme necesidad de abrazar al cadáver la sacudió, se acurrucó bajo su brazo, esquelético.
- Tranquila – le respondió el cadáver, mesándole el pelo, corto y cano – la muerte no es tan desagradable.

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