martes, 18 de octubre de 2011

Dolores




El metro de Shibuya era un hervidero impracticable a primera hora de la mañana, miles de japoneses se movían en masa zarandeados y transportados por una especie de conciencia colectiva, hay que reconocer que si te habías levantado con sueño, podía ser una sensación agradable.

Dolores los observaba sentada en uno de los bancos de la estación, mientras comía fruta lentamente, masticando cada bocado con la parsimonia que te concede la edad y la distancia emocional. Nadie la miraba, nadie parecía percatarse de su presencia, una vieja embutida en ropas viejas y ajadas, con un pañuelo recogiéndole el pelo y un sucio delantal abultado por una prominente barriga. Un mendigo, un Otro.

Joaquin, su hijo, que emigró a Japón para cantar flamenco, había muerto y la había dejado sola y sin dinero, once años atrás.

Media hora después todo ese ajetreo se había convertido en un deambular constante pero menos frenético. Dolores se levantó costosamente, el maldito aire húmedo de la bahía de Tokyo le destrozaba las articulaciones. Tiró la bolsa con las mondas de fruta a la basura, las manos todavía le olían a granadina, plátano y pomelo.

Desde la basura a la puerta del vagón había siete pasos de vieja, los mismos siete pasos que Dolores recorría cada día, a la misma hora. En esos siete pasos había aprendido a inventarse el personaje, su cara se recomponía, pasando de una expresión vulgar y neutra, a una máscara de tristeza nostálgica, la cara que todo el mundo esperaba de una vieja pedigüeña. Todo un ejercicio de teatro no o kabuki, sin que ella sospechara nada, obviamente.

Una vez dentro del vagón, repartía pequeños lazos con un alfiler que ella misma se hacía, comprando tiras de tela en las mercerías. Lazos de la buena suerte “Ganbatte”, pequeños lazos rojos que ella misma colocaba en las solapas de los transeúntes a cambio de la voluntad. luego, con un efusivo “Onegai shimasu” les daba las gracias y seguía su camino, de pasajero en pasajero, de sombra en sombra. Después de once años, apenas conocía una docena de palabras en japonés.

Dolores estaba acostumbrada a las bromas de los más jóvenes, la juventud en Japón estaba realmente perdida. Normalmente no pasaban de simples burlas sobre su mal olor o sobre su bigote, acantinflado y cano.

Aquella mañana después de agradecer repetidas veces a una pareja su colaboración se dio la vuelta sin mirar e intentó colocar su lazo en la solapa de un chico alto que vestía cazadora de cuero negra, al instante se dio cuenta de su error. Eran una pandilla de una docena de chicos i chicas, jóvenes pero no adolescentes. Iban todos vestidos con ropas de cuero y tachuelas, botas camperas, espuelas y camisetas blancas, las chicas iban muy maquilladas y tenían el pelo recogido con diademas, los chicos lucían diferentes tipos de tupés, cada cual más exagerado y arriesgado, casi cómico. Es bien sabido la tendencia de algunas pandillas Japonesas por imitar las modas pasadas de los estados unidos, herencia de los tiempos de ocupación americana después de la guerra.

El chico la empujó inmediatamente, gritando algo que ella no comprendió, durante unos instantes que le parecieron una eternidad, Dolores braceó e intentó agarrarse a alguna barra o silla, a alguna persona. Nadie hizo ni siquiera el gesto de ayudarla y Dolores cayó al suelo sin hacer demasiado ruido, golpeandose la cabeza contra la puerta del metro, justo cuando este se detenía y las puertas se abrían.

Al instante por la puerta apareció otro grupo de jóvenes japoneses, vestidos con pantalones y camisetas muy anchas, gorras de equipos de béisbol y anillos y cadenas. Uno de los chicos, con considerable esfuerzo, la ayudó a levantarse y mientras lo hacía, los pantalones se le bajaron mostrándole el culo a los agresores, que se rieron de él con carcajadas tensas, forzadas y espasmódicas, desprovistas de toda sinceridad.

Hubo un enfrentamiento entre las dos pandillas, que sin apenas dudarlo se enzarzaron en una pelea violenta y descontrolada. Dolores volvió a caer al suelo y como pudo, se arrastró por la puerta hasta salir al andén de la estación. Entre sollozos y maldiciones se levantó dolorida, y a través del cristal lanzó una feroz mirada al chico que la habían empujado, mientras el tren se ponía en marcha, Dolores recitó lo que había aprendido de pequeña en las casuchas de las afueras de jerez, donde creció con su familia gitana. La pelea se detuvo como si el tiempo se hubiera parado, todos la miraban.

Mal fin tenga tu cuerpo, permita Dios que te veas en las manos del verdugo y arrastrado como las culebras, que te mueras de hambre, que los perros te coman, que malos cuervos te saquen los ojos, que Jesucristo te mande una sarna perruna por mucho tiempo, que si eres casado tu mujer te ponga los cuernos, que mis ojitos te vean colgado de la horca y que sea yo el que te tire de los pies, y que los diablos te lleven en cuerpo y alma al infierno.

Al terminar escupió en el suelo y se santiguó siete veces, mientras se tranquilizaba. Maldita juventud japonesa, perdida para siempre, veinte bombas y nos solo dos les tendría que tirar!

Se sentó cansada en uno de esos duros bancos de plástico, se arregló el pañuelo y con sumo pesar, comprobó que le había caído el pequeño bolso donde llevaba todo el dinero y los lacitos rojos de la buena suerte. Masculló otra maldición, levantando los brazos al cielo y llevándose luego las manos a la cara. Dolores no solía perder la fuerza, pero en ese momento el peso infinito de la vida se le cayó encima.

Lloró desconsoladamente hasta que le ardieron los ojos y los pulmones, se tiró de la ropa y se arrancó mechones de pelo lacio y amarillento que le quedaron prendidos y enrollados entre los dedos de las manos, deseó estar muerta, deseó estar en Jerez, con su familia, volver a ser joven e inocente. Lo deseó con toda su fuerza, con toda la vitalidad que una persona puede evocar después de tantos años sola, pisoteada y triste.

Poco a poco se calmó, los vagones pasaban uno detrás de otro, el aire viciado se removía con cada convoy, Tuc Tuc.... Tuc Tuc...

El corazón le dio un vuelco entre Tuc y Tuc... había alguien en el otro anden, en el mismo banco que ella, pero al otro lado de la vía. Una mujer, vieja y descompuesta. Por un momento le pareció verse a ella misma en un espejo iluminado por ráfagas cortas de luz, Tuc Tuc... foummm.. El última vagón se adentró en el túnel y desapareció tragado por la oscuridad.

Dolores observó a su reflejo, con los ojos completamente abiertos y el corazón en un puño. Ambas se levantaron a la vez, Dolores avanzó hacia ella lentamente, titubeante. La otra mujer, se acercó a la vía también pero con más serenidad. Se quedaron mirando la una a la otra, al borde de la vía del tren.

Dolores sintió de repente una gran alegría, un sentimiento que recorrió sus venas como miel tibia y dulce. No había ninguna duda, aunque con algunas diferencias en la ropa, aquellas dos mujeres eran la misma persona. La otra Dolores levantó la mano y mientras sonreía, lanzó un puñado de lazos rojos de la buena suerte al aire. El siguiente tren se acercaba rápidamente, sin intención de parar en esa estación.

Ven...

Dolores, nunca se había sentido tan bien, las rodillas ya no le dolían, ni los pies, avanzó ese último paso a la par que su proyección multidimensional. En ese preciso instante miles de Dolores aparecieron en la estación de Shinagawa, en el distrito de Oimachi. Todas saltaron a la vía del tren, infinitas Dolores saltaban una detrás de otra, materializándose en una cascada interminable de cuerpos enjutos y abultados, por infinitas razones que a través de los incomprensibles caminos del destino, les habían llevado al mismo lugar, físico, transdimensional y emocional

Una extraña reverberación permaneció en el ambiente cuando el tren acabó de pasar, unida a un fuerte olor a ozono y granadina.

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